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Tal era el odio a la fe y a la Iglesia que corroía el corazón de aquellas personas. 

Esta fue la única razón de su martirio. Lo testigos directos (que fueron muchos) así lo evidencian. Los mismos asesinos también lo dijeron: al observarlas de lejos, reconociendo que eran religiosas, dijo una miliciana: “Disparad, que son monjas”. Por tanto, no las mataron por diferencias políticas o ideológicas, ni por ajuste de cuentas u otras razones personales… Tampoco investigaron quiénes eran, ni a qué congregación pertenecían… Todo eso no les importaba en absoluto. Les bastaba saber que eran monjas para que no tuviesen derecho a vivir. 

LAS MATARON POR SER MONJAS | Mártires Guerra Civil Española | Audiorelato

Las tres Carmelitas del convento de San José, de Guadalajara, fueron las primeras en alcanzar el honor de los altares de una larga lista de mártires de la persecución religiosa que acompañó a nuestra guerra civil. Su fama de santidad fue muy grande desde el mismo momento del martirio, porque fueron muchos los testigos presenciales de los hechos. En consecuencia, la documentación de esta causa martirial era muy completa cuando San Juan Pablo II decidió reabrir los procesos en 1982, después del paréntesis que San Pablo VI prudentemente había decretado por la cercanía de los hechos. La causa prosperó inmediatamente, y la beatificación tuvo lugar en Roma el 29 de marzo de 1987, presidida por el mismo San Juan Pablo II

¿Quiénes fueron ellas? 

Además de la misma vocación en el mismo Carmelo, las unía a todas un mismo y humilde origen, pues las tres nacieron de familias sencillas y pobres, con un profundo sentido religioso y cristiano. 

Sor María Pilar de San Francisco de Borja 

Era la mayor de las tres. Nació el 30 de diciembre de 1877 en Tarazona (Zaragoza). Sus padres, Gabino Martínez y Luisa García, aunque tuvieron once hijos, sufrieron la muerte de ocho de ellos a temprana edad. Los tres restantes se consagraron a Dios: Julián se hizo sacerdote, Severina entró en el Carmelo y María Pilar (que fue la más pequeña) seguiría los pasos de su hermana, ingresando en las Carmelitas de San José de Guadalajara. 

María Pilar era de carácter alegre y muy vivaracha. De pequeña nunca quiso ser monja, pero las oraciones de su madre lograron cambiarla y el 12 de octubre de 1898, a los veinte años, entraba en el palomar de la Virgen, tomando el nombre de Jacoba María Pilar de San Francisco de Borja. 

Muy hábil en la costura, ponía todo su entusiasmo en el oficio de sacristana, bordando admirablemente para el Señor oculto en el Santísimo Sacramento, de cuya presencia gustaba disfrutar en trato asiduo y amoroso en largos ratos con Él. 

Sor Teresa del Niño Jesús y de San Juan de la Cruz 

Vio la luz el 5 de marzo de 1909, en Mochales (Guadalajara). Su nombre de pila fue Eusebia García García y sus padres Juan y Eulalia. Fue la segunda de ocho hermanos. Desde pequeña vivió largas temporadas con su tío sacerdote, D. Florentino, que también derramaría martirialmente su sangre en Sigüenza (Guadalajara). 

Era de una piedad sencilla y admirable. Niña aún (nueve años) se sintió impulsada a hacer voto de castidad y de amor a la Virgen María (esclavitud mariana). 

Estudió como alumna interna con las Religiosas Ursulinas, y leyendo “Historia de un alma”, biografía de Santa Teresita, sintió muy pronto la llamada al Carmelo. Tuvo que esperar, impaciente unos años, pero con 16 la admitieron en el monasterio el 2 de mayo de 1925. Desde el primer momento se sintió plenamente feliz. Todo le parecía pensado para ella. 

“Solo tengo deseos, pero deseos grandísimos de ser santa, de ser toda de Jesús… de pagarle amor por amor”, escribía a una amiga. Tomó el nombre de Teresa del Niño Jesús, al que más tarde añadió “y de San Juan de la Cruz”. 

Sor Teresa del Niño Jesús y de San Juan de la Cruz

De temperamento fuerte, nunca se rindió en la pelea contra sí misma: “no me desaniman mis defectos, al contrario, pues así tengo más ocasiones de merecer luchando contra ellos y harán un día resplandecer en mí la infinita misericordia de Dios”. 

Alma profundamente eucarística y misionera, pasaba largas horas ante el sagrario tomando “baños de Sol”, pidiendo por la santificación de los sacerdotes y la salvación de las almas.

Sor María Ángeles de San José 

Fue tal su virtud que uno de sus confesores manifestó que de no haber sido mártir, podría haber sido canonizada por su virtudes heroicas. En efecto, la hermana María de los Ángeles (en el mundo Marciana Valtierra Tordesillas) dio desde pequeña muestras de una gran virtud. Era caritativa con los pobres, delicada en el trato y siempre servicial. Cuando a los tres años perdió a su madre sintió que la Virgen María la cuidaba con especial amor maternal. Alimentaba su fe con la eucaristía diaria, el rezo del Santo Rosario y largas horas de oración ante el sagrario

Natural de Getafe (Madrid), nació el 6 de marzo de 1905, siendo sus padres Manuel y Lorenzo que tuvieron doce hijos, aunque seis murieron siendo muy niños. El 14 de julio de 1929 entra en el Carmelo de San José de Guadalajara. Se sentía muy feliz “sola con Dios sólo”, en aquel puerto tan deseado. Desde ahora se llamaría María Ángeles de San José. 

Destacó mucho en el recogimiento y en las virtudes de humildad y caridad. Se consideraba la menor de todas, se humillaba siempre, y repetía con frecuencia: “¡Qué dicha tan grande ser carmelita!”. Su ardiente celo misionero la llevaba a ofrecer todo por la salvación de las almas, llegando a ofrecerse en una ocasión para ir a un Carmelo en Misiones…

El Martirio 

Las carmelitas que sobrevivieron de la Comunidad son las mejores testigos de los oscuros acontecimientos del momento. En la segunda mitad de julio de 1936, los milicianos amedrentaban el monasterio golpeando las puertas de la iglesia y del convento. Un fuerte griterío se dejaba oír frecuentemente y hasta los niños, azuzados con odio por los milicianos, apedreaban la casa y blasfemaban. El tenso clima de animadversión se recrudecía y enconaba. 

El día 22, temiendo el incendio del convento, la comunidad decide abandonarlo. Salieron de dos en dos, buscando refugio en diversas casas. Iban vestidas de seglar, pero de tal manera que era imposible disimular su condición. Las hermanas Pilar y Ángeles con alguna otra se refugiaron en el Hotel Iberia, y la hermana Teresa en una pensión muy cercana al Hotel. Al día siguiente las del Hotel y otras se juntaron todas en la pensión, pero la dueña, con miedo, determina el día 24 que deben buscar otro refugio. Sólo permite que se queden tres. La hermana Teresa, decidida, propone a las hermanas Ángeles y Teresa ir a la casa de una conocida suya. Salen sobre las 4 de la tarde. 

El grupo de milicianos

Pronto son descubiertas por un grupo de milicianos y milicianas que a la sombra estaban merendando en un camión. Una de ellas dijo: “Anda, Pepe, valiente, esas son monjas”. Pero otro miliciano, al parecer conciliador, respondió: “Déjalas que se vayan…”. La miliciana, sin embargo, llena de odio, respondió: “Si vosotros no lo hacéis, lo haré yo”. Entonces el miliciano, así incitado por aquella arpía, dijo: “A hacer una tortilla nadie me gana”. Y bajándose del camión, con los fusiles en las manos, fueron tras las religiosas. 

Tiene la espalda acribillada por la metralla. Al verse ahora entre buenas manos, parece que recobró cierta serenidad y dijo: “¡Dios mío, Dios mío! ¿qué les he hecho yo, para que así me traten?”.

En seguida disparan contra ellas, de manera que la hermana Ángeles cayó al suelo, muriendo casi de inmediato. Era la primera en entrar en el cielo. “Madre, ¡qué dicha si fuésemos mártires!”, había dicho la noche anterior a su priora en la pensión. Y había escrito también: “Oh dulcísimo Jesús, como ovejitas fieles queremos seguirte siempre, hasta si es necesario, dar nuestra vida por Ti. Dios mío, recibid mi vida entre los dolores del martirio y en testimonio de mi amor a Vos, igual que recibisteis la de tantas almas que mucho os amaron y por vuestro amor murieron”. 

La hermana Pilar quedó malherida. Pudo levantarse con mucha dificultad y dar algunos pasos hasta la otra acera. Pero siguieron disparándola, incluso hiriéndola con arma blanca. Lo increíble es que los mismos milicianos la llevaron en ese lamentable estado a la farmacia. El farmacéutico, viendo que nada podía hacer, hace que, en una camilla, la trasladen al hospital Provincial. El médico y la hermana de la caridad, sor Dolores Casanova, que la atienden enseguida comprenden que es una religiosa. Tiene la espalda acribillada por la metralla. Al verse ahora entre buenas manos, parece que recobró cierta serenidad y dijo: “¡Dios mío, Dios mío! ¿qué les he hecho yo, para que así me traten?”. Sor Dolores ha descubierto el rosario que la moribunda llevaba debajo del vestido. Al mostrárselo, fijando sus ojos en el crucifijo, susurró con un hilo de voz: Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”. Y así entregó a Dios su preciosa alma. Pocos días antes había escrito este ofrecimiento: “Señor y Dios mío, desde ahora recibo ya de vuestra mano con ánimo tranquilo y gustoso, cualquier género de muerte que te pluguiere darme, con todas las amarguras, penas y dolores”. El Señor había escuchado y aceptado su ofrenda. 

Intenciones obscenas

Sor Teresa, en cambio, había logrado escapar del primer tiroteo. Intentó recluirse en otra casa, pero en ese trance, se encontró con otro miliciano que, fingiendo ser su protector, le propuso que le acompañara cogiéndola por el brazo. Ella se resistía, mientras él no paraba de hablarle: “no te asustes. Esos son unos brutos, unos animales. Yo te llevaré donde no te pase nada”. Sus intenciones obscenas eran evidentes. La obligó a caminar a las afueras del pueblo, hacia el cementerio. Caminaba, consternada, musitando oraciones y jaculatorias. En el trayecto se le juntaron otros milicianos. Ella preguntaba: “¿A dónde me lleváis por aquí?”. “No tengas miedo, le decía uno, te llevamos al Comité”. Y le daba palmaditas en la espalda susurrándole al oído insinuaciones groseras e impúdicas. En otro momento, otro la quiso obligar a gritar “viva el Comunismo. Viva Azaña”. Pero ella respondía siempre gritando “Viva Cristo Rey”. 

Al llegar a las tapias de un cuartel camino del cementerio, se detuvieron y, sin mayor ceremonia, descargaron sobre ella una aterradora ráfaga de balas… Así moría de amor la tercera carmelita. Dos días antes, el 22 de julio, momentos antes de abandonar el convento, había dicho confidencialmente a la priora:

Madre, he dicho al Señor que, si quiere alguna víctima en esta Comunidad, que me escoja a mí y se salven las demás. 

Todavía seguían su chanza los asesinos. Unos cogieron el maletín de la hermana donde llevaba sus libros de rezos y alguna estampa, y se pusieron a leer burlonamente en voz alta, mientras los demás aplaudían entre risotadas haciendo mofa de las monjas. 

Lo que no sospechaban aquellos pobres miserables era que las balas de sus pistolas habían sido la llave del cielo para aquella heroína, igual que lo acababan de ser para sus hermanas Pilar y Ángeles. 

No faltaron las gracias y favores concedidos abundantemente por la intercesión de las mártires

Fama de santidad 

Enseguida, incluso durante la misma guerra, se extendió la certeza de que las tres carmelitas eran mártires. Una fama que se extendió de manera espontánea al conocer cómo sucedieron los hechos verdaderamente impresionantes. Los testimonios son abundantísimos. Se hicieron pronto estampas y la devoción saltó, incluso, las fronteras nacionales. Contribuyó mucho a ello la intervención del Carmelo de Lisieux, cuya priora, Madre Inés de Jesús, hermana de santa Teresita, publicó el resumen de este martirio en los Anales de Santa Teresita

No faltaron las gracias y favores concedidos abundantemente por la intercesión de las mártires, a la que los fieles acudían con verdadera devoción. De toda la gran documentación recogida se deduce que las tres Carmelitas de Guadalajara eran ya invocadas, en los primeros años tras su martirio, por fieles de más de 15 países. 

Es de destacar, en fin, la conversión de uno de los milicianos asesinos que participó en la muerte de Sor Teresa. Testimonios fehacientes confirman que, antes de morir, pidió confesión precisamente a D. Julián García, entonces párroco de San Ginés, en Guadalajara, que era el hermano de la mártir hermana María Pilar. 

Con qué gusto desde el cielo, contemplaría ella cómo su hermano sacerdote perdonaba al que las martirizó, gozando de la alegría inmensa que siente el cielo cuando un pecador se arrepiente. 

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